Santoral San Bernardino Realino


San Bernardino Realino nació en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530 – Italia. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don Francisco Realino, un hombre importante, fue caballerizo mayor de varias cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.

Fue bautizado en la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se le ponene los nombres de Bernardino Luis. Bernardino en honor a San Bernardino de Siena, quien una vez fue huésped de la familia de su madre.

Dicen que Bernardino era un niño siempre afable y risueño con todos. A su buena madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: «Si te dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?» Bernardino contestó como un rayo: «De mi madre jamás.» Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.

Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven, el 24 de Noviembre. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna devoción a la Virgen María.

En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros competentes. «En el aprovechamiento ?escribe el mismo Santo?, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos.» De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.

En Bolonia termina sus estudios de filosofía y se prepara para la carrera de Medicina. Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará de «haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente».

Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX de una joven culta y piadosa. Le parece la mujer ideal para formar su propio hogar. Cuenta de ella:

«Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza ?escribe el Santo refiriéndose a aquellos días?, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo.»

¿Quién fue este «ángel del cielo»?

Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor maravilloso, «hasta tal punto ?son sus palabras? de cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella». Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino, como lo demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan.

Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.

Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y civil.

A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.

En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios.

El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.

En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.

En los meses finales de 1561 fallece Clorinda. Recibe la noticia por una carta de sus amigos de Bolonia. Su abrió en el alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse.

El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos. En carta a su hermano Juan Bautista dice: «No encuentro otro consuelo sino en Dios. Me entrego a su divina voluntad. El procura el bien de sus creaturas, aunque nosotros nos inclinemos a otros bienes. Ruego al Señor y a su Madre me protejan y me muestren el mejor camino para enderezar mi vida».

Un día paseaba por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que «jesuitas», de una Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.

Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.

Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.

Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?

Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús: «Bernardino, es mi voluntad que entres en la Compañía de mi Hijo Jesús».

Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote el 24 de Mayo de 1567, por el Arzobispo de Nápoles Mario Caraffa. Su primera misa la dice en la fiesta del Corpus Christi. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.

En una carta dirigida a su padre dice: «Esta es gran misericordia de Dios. Él me ha elevado al honor de ofrecer al Padre eterno el cuerpo y la sangre de su divino Hijo. Esto es lo m s grande que el hombre puede hacer en la tierra. Yo me asusto, porque conozco mi indignidad. Soy, pues, sacerdote. Ud. jamás lo habría pensado. No entré a la Compañía con ese pensamiento. Pero el hombre propone y Dios dispone. Quiera la divina Majestad que yo sea un buen ministro para ayudar a las almas. Le ruego calurosamente, vaya Ud. a una iglesia y ante el Santísimo Sacramento dé gracias por el gran beneficio dado a su hijo. Ni Ud. ni yo merecemos tan grande favor».

En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.

En 1574, el P. Alfonso de Salmerón destina al Santo a Lecce. Desde hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.

Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.

«Este domingo llegamos a esta noble ciudad de Lecce, sanos y salvos a pesar del largo y el incómodo viaje. Fuimos recibidos con aplauso de todos. Esto confunde. No escribo detalles, porque me da vergüenza. Basta que Ud. sepa que el amor por la Compañía es grande. La hermosura del país y la calidad de la gente son espléndidas. No me imaginaba todo esto. Aquí parece que estamos siempre en primavera. Espero confiado que Ud. lo constate con sus propios ojos. Me propongo establecer pronto el Colegio y nuestra Casa. La juventud es numerosa y est muy bien dispuesta».

El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.

Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. «Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad Eterna ?dice León XIII en el breve de beatificación de 1895? esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad.» El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de el «Santo de Lecce».

Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los médicos de Lecce: «Para el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar.»

Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. «¿Por qué tiemblas, Bernardino?», le preguntó la Señora. «Estoy tiritando de frío», le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: «Un ratito más, Señora; un ratito más.» En todo aquel invierno no volvió a sentir frío el padre Bernardino.

Una otra vez el Hermano enfermero lo encuentra en la mañana con el rostro encendido y llorando. «¿Por qué llora, Padre?», le dice con cariño. Bernardino contesta: «¡Ah, si Ud. supiera lo que he visto!. Y ¿qué es lo que ha visto?, dice el Hermano. Realino no puede callarse: «He visto a la Santísima Virgen resplandeciente como un sol y vestida de púrpura y azul. He estrechado también en mis brazos al Niño Jesús». Después asustado, ruega al Hermano que no lo diga a nadie. Pero es inútil, porque éste lo cuenta a todos.

Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. «Me voy al cielo», dijo, y con la jaculatoria «Oh Virgen mía Santísima» lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.

Fue canonizado por el Papa Pío XII el 22 de junio de 1947 y decdlarado Patrono de la ciudad de Lecce.

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